La abuela de Leo no dejó muchas cosas al partir. Una caja de recetas, un abrigo que aún olía a lavanda… y un collar.
El collar era sencillo. Nada ostentoso. Un círculo plano de plata que, con el tiempo, se perdió entre objetos y silencios. Leo nunca lo usó. Lo había guardado como se guardan los recuerdos que duelen: envueltos en papel de miedo. Y con los años, lo olvidó.
Hasta ese aniversario.
Estaba en la cocina, intentando replicar las galletas de naranja que ella solía hornear. Todo iba mal: la masa seca, el horno peleando, las manos temblorosas.
Y en un gesto de frustración, cerró la alacena de un golpe seco.
Entonces ocurrió.
Un sonido metálico cayó desde lo alto. Rebotó contra la madera. Rodó por el suelo.
Leo se agachó y lo vio. El collar. El de su abuela. El que creía perdido.
Lo sostuvo un momento. Frío. Ligero. Familiar.
Y entonces, lo empuñó con fuerza. Sintió las lágrimas caer sin permiso por su rostro. Cuando abrió la mano, leyó algo que nunca antes había notado. Una pequeña inscripción en el reverso:
“Aquí estoy.”
Se quedó inmóvil. No sabía que esa frase estaba ahí. No sabía cuánto la necesitaba.
Y en ese instante, la escuchó. No con los oídos. Con la memoria. Diciendo: “¿Quién te enseñó a hacer galletas sin amor, mocoso?”
Leo no cree en fantasmas. Pero esa tarde supo que hay objetos que no se heredan: se habitan.
Y desde entonces, el collar no está guardado. Está presente.
Lo lleva cuando necesita fuerza. Lo deja sobre la mesa cuando cocina. Lo sostiene cuando extraña.
Porque algunos amores no se van. Solo cambian de forma.