Andrea solía caminar deprisa. Siempre con los audífonos puestos. Siempre con un “tengo que” apretándole la espalda. Miraba el suelo más que el cielo, y las vitrinas eran solo reflejos borrosos de una vida que pasaba sin pausa.
Hasta ese miércoles.
No llovía, pero el aire olía a tormenta. Venía saliendo del banco, con la cabeza llena de pendientes y el pecho lleno de nada. Y justo cuando iba a cruzar la calle, algo la hizo detenerse.
No fue un ruido. Fue una joya.
Un dije en forma de corazón, entrelazado con una serpiente. Estaba en la vitrina de una tienda que nunca había notado.
Y entonces lo recordó.
Su libreta de niña. La que llenaba con garabatos de corazones con alas, con serpientes, con lunas. La que guardaba bajo la almohada porque creía que los sueños se cultivaban de noche.
Había olvidado que alguna vez creyó en la magia. Había olvidado que alguna vez, se prometió nunca dejar de imaginar.
Y ahí estaba ese dije. No era hermoso en el sentido clásico. Era... simbólico. Como una firma secreta de su versión más auténtica. Como si alguien, en algún lugar, hubiera querido recordárselo:
"Todavía estás ahí. No te perdiste. Solo hiciste silencio."
Sintió un nudo en la garganta. No por nostalgia, sino por la súbita conciencia de todo lo que había estado posponiendo. El viaje. El cambio. El volver a escribir. Esa versión suya que creía enterrada... solo estaba esperando una señal.
Entró.
No preguntó el precio. No pidió que se lo envolvieran. Solo dijo: —Para mí.
Porque no era un premio. Ni una celebración. Era una reconexión. Una promesa antigua que por fin volvía a cumplirse.
Hoy, cada vez que se la pone, recuerda ese día. No por lo que compró. Sino por lo que volvió a encontrar.
Porque a veces, solo necesitamos una pausa para volver a vivir con intención.
Y porque hay promesas que, aunque duerman años bajo una almohada, nunca dejan de querer despertar.