Desde niña, Bianca pensaba que un monstruo vivía debajo de su cama. Uno que solo salía cuando apagaban las luces. Uno que respiraba lento… pero se sentía real.
Una noche, en plena cena con invitados, Bianca —con la sinceridad cruel de los 6 años— anunció en la mesa que un monstruo vivía bajo su cama. Hubo risas incómodas.
Y fue ahí cuando la nonna Francesca le lanzó una mirada firme y le dijo, en voz baja pero tajante: —Una donna elegante non fa rumore. (Una mujer elegante no hace ruido.)
Y luego, más fuerte, para todos en la mesa: —Nada hay debajo de esa cama. Es solo una niña asustadiza. Las niñas fuertes no inventan tonterías.
Esa noche, Bianca no volvió a hablar del monstruo. Ni esa, ni ninguna otra. Aprendió a dormir en silencio. A no molestar. A no mostrar miedo.
Ese evento, y otros similares a lo largo de los años, hicieron que Bianca entendiera que había muchas cosas que una mujer no debía mostrar. Ni miedo. Ni enojo. Ni opiniones sin ser pedidas. Ni heridas que no sangraran por fuera.
Aprendió a sonreír aunque por dentro temblara. A parecer fuerte. A lucir perfecta. A ser “una señorita”.
Y todo lo demás, todo lo que no encajaba, lo fue guardando debajo de la cama.
Allí dejó su rabia. Sus ganas de gritar. Su deseo de hacer preguntas incómodas. Su manera auténtica de hablar, de vestirse, de estar. Sus dudas. Su intensidad. Su yo verdadero.
Con los años, se volvió experta en llevar máscaras. La hija ejemplar. La novia ideal. La profesional impecable. La mujer “correcta”. Pero nunca, del todo, Bianca.
Por dentro, algo respiraba lento. Como un monstruo pequeño, domesticado a la fuerza. No gritaba. Solo esperaba.
Hasta que una noche cualquiera, después del funeral de su nonna, algo cambió.
Esa tarde, mientras despedían a la nonna en el cementerio, su hija se aferró a su falda, con los ojos grandes, llenos de miedo y confusión.
Y cuando la pequeña rompió en llanto, una tía se acercó, se agachó con una sonrisa nerviosa y le dijo en voz baja: —Una donna elegante non fa rumore. (Una mujer elegante no hace ruido.) Con ese mismo tono que Bianca recordaba de su infancia.
Bianca sintió un latigazo en el pecho. La frase. La misma. Como una herencia silenciosa que pasaba de una generación a otra. Y de pronto, se vio a sí misma en su hija. Como en un espejo lejano.
Horas después, ya en casa, la niña se acurrucó a su lado antes de dormir. Bianca la miró a los ojos y le dijo vos sí podés llorar cuando querás. No te guardés nada que eso libera el alma.
La abrazó. Y por primera vez en años, lloró sin permiso. Sin esconderse. Sin silencio.
Después, se sentó al borde de su cama. Miró debajo. Y ahí estaba. No era feo. No daba miedo. Era ella. Entera. Sin filtros. Sin culpa.
Y entonces supo que el monstruo no es lo que somos. Es lo que escondemos para que nos quieran. Es todo aquello que la sociedad no aprueba, pero que forma parte de nosotras.
Desde entonces, Bianca no quiso mostrarse entera a cualquiera. Pero tampoco seguir escondiéndose por completo. Y ahí, entre la sombra y el polvo, vio la joya que es no llevar máscaras.