La vida también es un tablero
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Luis y Nico se conocieron en el colegio.
Ninguno destacaba mucho en deportes,
pero se entendían sin necesidad de explicarse.
Tenían ese tipo de amistad que no es ruidosa,
pero está.
A los catorce años, un profesor les enseñó a jugar ajedrez.
Y desde entonces, fue su lenguaje compartido.
Jugaban en silencio.
Sin necesidad de hablar demasiado.
Sin necesidad de ganar.
Pasaron los años.
Se cambiaron de ciudad.
Se enamoraron. Se desenamoraron.
Se casaron.
Y aún así, seguían jugando una vez al año.
En casa de uno. En la del otro.
Como si nada hubiera cambiado.
Pero sí cambiaba.
La primera vez fue en una mudanza.
Luis necesitaba ayuda.
Nico prometió que llegaría con el pick-up.
Pero no llegó.
Dijo que se le había cruzado algo “urgente”.
Luis movió todo solo.
La segunda fue con un préstamo.
Luis estaba corto de dinero,
y Nico le ofreció ayudar.
Luego de semanas de excusas,
Luis terminó resolviendo por su cuenta.
Pero nunca dijo nada.
Porque era su amigo.
Porque era Nico.
Y cuando jugaban ajedrez, todo parecía seguir intacto.
Hasta que llegó la tercera.
El torneo.
Fue idea de Nico.
“Algo pequeño, entre conocidos”, dijo.
Luis se entusiasmó.
Prestó su tablero favorito,
el de madera pulida con piezas pesadas y una reina de marfil.
Organizó el espacio, imprimió las fichas,
y hasta mandó hacer una pancarta con el nombre del evento:
“Reencuentros”.
Pero dos días antes, Nico le escribió:
“No voy a poder, bro… me dieron incapacidad unos días”.
Luis canceló todo.
Agradeció a los invitados.
Prometió reprogramar.
Una semana después, Luis también tuvo que ausentarse.
Le avisó a Nico con tiempo.
No hubo respuesta.
Hasta que una noche, desplazándose por redes sociales,
vio las fotos del torneo.
La sala, llena.
Su tablero.
Su pancarta.
Sus fichas.
Y Nico…
siendo entrevistado como organizador.
Solo él.
Luis no dijo nada.
No preguntó.
No lloró.
Esa noche, revisó su tablero.
Faltaba la reina.
Y la esquina estaba golpeada.
Solo abrió su escritorio,
y encontró un pequeño dije de plata:
una reina de ajedrez en miniatura,
con una inscripción diminuta en la base:
“Hasta el final.”
Fue un regalo de Nico.
De años atrás.
Cuando compartían sueños y planes sin fecha.
Luis la sostuvo.
No con rabia.
Con resignación.
La guardó en su billetera.
No por nostalgia.
Sino como recordatorio de que
a veces la joya no es la pieza,
sino la lección.
Esa noche jugó una partida solo.
Y cuando terminó, escribió al reverso de su tablero.
"Algunos amigos te van quitando piezas en silencio.
Hasta que ya no te queda con qué jugar"